jueves, 2 de noviembre de 2017

Rememorando

Un niño que sabía ser luz, que sabía dar amor pese a su falta de experiencia, que se esforzaba por hacer amigos.
Un niño difícil de entender, tozudo, pero con un corazón luminoso.
Un niño que no comprendía el rechazo de los demás, que no sabía encajar.
En casa todo decepciones, fuera de ella, soledad absoluta.

Hasta que el niño, a base de desprecios, insultos, golpes, amenazas, creció... destrozado por aquellos que creía amigos, por su familia.
Tal así era el dolor en su corazón, que el rencor en él se instauró.
Y creció, y el odio, apareció.

¿Qué sucedió? escogió odiar, resultaba más sencillo ser frío, despreciar, matando así su esencia, con aparente felicidad escondida detrás de palabras envenenadas, de actitudes egoístas, frías.
Pero un día despertó, un día, se dio cuenta de que la oscuridad a la que tanto temió en su día, se había instaurado en su persona, de que su carácter se había amargado, vuelto irónico, cruel, altanero.
Y los sufrimientos siguieron... Y empezó a odiarse a sí mismo, a su esencia.

Pasaron años, traiciones, decepciones, tener el corazón roto, y perder a un ser querido, para finalmente darse cuenta, de que murió, y tenía que resucitar.
Tenía que ser el de antes, pero con los conocimientos adquiridos. Fuerte, pero no frío, independiente, pero no egoísta, bueno, pero no tonto. Amar... pero sin olvidar. Llorar... pero sin dejar de sonreír. Sanar a la oscuridad que mató a su inocencia... con la luz que nace al ser esencia.

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